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Yo solo quiero tocar

Todo sobre nosotrxs, sin nosotrxs*

Por Salvador García

Como miembro del equipo de Creative Commons Uruguay, he participado en varias capacitaciones, charlas y debates sobre música, propiedad intelectual y derechos de autor.

Curiosamente, una de las observaciones más inmediatas que puedo hacer al recordar estos eventos es que la mayoría de la personas allí presentes no son músicxs. Ante la tentativa de caer en el circular debate acerca de quiénes se pueden autodenominar músicxs y quiénes no, aclaro que a lo que me refiero específicamente en este texto es a que la mayoría de las personas interesadas en el tema que efectivamente asisten a este tipo de eventos no componen ni ejecutan un instrumento. Lo que se ve más bien son gestores culturales, comunicadores, estudiantes, abogados, militantes y eso que llaman público en general. Talleres que tratan sobre los derechos de lxs músicxs, pero sin lxs músicxs.

Para avanzar y esbozar alguna explicación a esta paradoja, pongamos que, por ahora, la respuesta es tan sencilla como que a lxs músicxs no les interesa. 

Un camino posible para explicarnos tal desinterés es comprender que las problemáticas que involucran a la propiedad intelectual, o más precisamente, las discusiones que giran en torno a las formas y condiciones en las que se administran los derechos que se desprenden de la creación de una obra artística, no guardan ninguna relación aparente con los procesos creativos, no son del ámbito de lo artístico. Y es cierto, en tanto una norma jurídica poco tiene que ver a priori con el universo de las ideas artísticas. Es así que conocemos muy bien que nos corresponde un reconocimiento por aquello que salió de nuestra invención, un rédito por nuestra originalidad creativa, pero no terminamos de explicarnos del todo el mecanismo por el cual esto es viable, así que por ajeno y complejo lo tercerizamos. No es que antes fuera muy distinto. Históricamente quienes han discutido sobre los derechos de lxs músicxs no han sido lxs músicxs. Las decisiones se toman en mesas largas rodeadas de empresarios, o lo que es lo mismo: músicos devenidos en directivos de una empresa. Pero pongamos que te cuesta creer que este paradigma corporativista se pueda aplicar en un país pequeño y con un mercado muy reducido como Uruguay; así que pensemos en otra explicación posible que suene menos perversa.

Se puede pensar el problema también desde otra perspectiva. Pensemos que como sociedad nos cuesta adaptarnos a los cambios y que la llegada de internet causó un movimiento muy brusco en las estructuras sobre las que se organiza el conocimiento y el arte, al cual no pudimos responder de manera unívoca, así que bueno… acá estamos: autores, industria, usuarixs y comunidades, acomodando el cuerpo a este nuevo paradigma. Improvisando. Hoy parece haber acuerdo en que el acceso a la cultura revolucionó nuestro comportamiento como consumidores y hacedores de cultura.  

Entonces, quizás por tratarse de algo nuevo, a algunas personas les parezca una tarea imposible obtener información útil, comprensible y fidedigna, inmersa en un océano de datos, informes y artículos. Respecto al oficio, de pronto había muchas cosas para aprender, algo que pareció haber generado unas condiciones para que cualquier persona pueda considerarse a sí misma autora (por supuesto esto no resultó simpático para ciertos autores, pero esa tensión ahora no es el centro). Ya no solo había que comprender que hay escritas algunas leyes que hablan de alguno de nuestros derechos autorales, sino que sumado a esto, para estudiarlas era necesario traducir conceptos que fueron creados para dar respuesta a prácticas de otra época que hoy en el mundo digital carecen de sentido. Además, comprender de qué se trata esto de compartir archivos digitales entre pares, entender que si dos o más personas tienen el mismo archivo, nadie le está quitando nada a nadie; aprender a disponibilizar tu obra en las nuevas plataformas que van apareciendo, pensar que te pueden estar escuchando en cualquier parte del planeta, que una canción tuya puede estar sonando en el lugar más remoto imaginable. Pensar en todo eso y no perder de vista aquel objetivo inicial de profesionalización, es decir, seguir visualizando un horizonte en el cual tu proyecto musical sea redituable y/o sostenible, suena abrumador. Bueno, esto tampoco es nuevo, cualquier persona que quiera indagar en cómo ha respondido la industria a los cambios tecnológicos, va a encontrar muchas similitudes con la reacción que está teniendo en la actualidad frente al fenómeno de internet. Quienes quieran indagar en qué pensaban lxs autores seguramente lo tengan más difícil, ya que en otros contextos se puede observar que las luchas tenían más que ver con los derechos laborales que con derechos por explotación de las obras grabadas. Esto por lo general era asunto de las discográficas. Las sociedades de gestión colectiva son las entidades encargadas de recaudar y distribuir los ingresos por concepto de derechos de autor. En nuestro país esta tarea está bajo el monopolio de Agadu, y quienes se asocien pueden cobrar lo que les corresponda. En su eslogan declaran “derecho de autor, salario del creador” y generan lógica empatía entre quienes quieren vivir de la música. El sector musical tiende a ser precarizado y muchas veces la labor artística no es valorada como quisiéramos, por lo que tiene sentido que si existen entidades capaces de generar una burocracia que repercuta aunque sea mínimamente en la economía de algunxs creadores, la vinculemos a cierta garantía de profesionalización. Yo creo que esto hay que discutirlo un poco más, pero para que esto pase, primero deberíamos generar instancias de diálogo con una apertura distinta a la que venimos teniendo en el sector. El derecho de autor para la mayoría de las personas es “algo que hay que pagar” (en el caso de usuarixs) o “algo que hay que ir a cobrar” (en el caso de los autores). Esta concepción meramente mercantil de cómo funciona esta figura se lleva por delante una diversidad de situaciones en donde resulta insuficiente pensar en propietarios e inquilinos, como si se tratara de una casa. Desde este mismo colectivo, por ejemplo, hemos generado propuestas e insistido varias veces en dialogar, pero las perspectivas que abogan por flexibilizar o ampliar el enfoque sobre estos derechos suelen entenderse como ataques a los creadores y acaban generando conversaciones inconducentes.

En cuanto a las propias explicaciones que suelen dar mis colegas, desde una perspectiva u otra, hay una justificación que se repite bastante y que personalmente considero la más grave por su carácter contradictorio e inconsistente: “yo solo quiero tocar”.

La música es una construcción colectiva, un ritual que se nutre de la interacción entre personas, sea cual sea su marco histórico y su contexto social-cultural. Entendida de este modo, no puede ser concebida simplemente como un fin, en el que un artista aparece, toca y se va, cual acto mágico. Lxs músicxs son un medio, una parte de las tantas que constituyen a la música en sí. Concretamente, y enmarcada en la situación actual de la industria, la música, para poder ser ejecutada en vivo en algún lugar, por ejemplo, precisa una gestión previa, acuerdos, afinidad, coordinación, comunicación, en fin, una extensa cadena que no es sencillamente la ejecución pública de la misma. Afirmar que uno solo quiere tocar, sin más, es por tanto un acto de egoísmo, que no contempla ni valora el esfuerzo de sus propixs compañerxs y que no asume responsabilidad alguna para con la comunidad. Ese estado de ostracismo en el que se cree le músicx a la hora de “hacer música” es la reproducción misma del sistema piramidal que ha inculcado la industria, en el que se relega al músico a cumplir un solo rol: tocar.

Como conclusión podemos decir que la industria musical históricamente se ha encargado de sostener un esquema en el que los músicos desconocen sus propios derechos, y de mantener una concepción del éxito decididamente elitista, para la minoría de los autores.

Su poder se basa en el monopolio. Conservar las cosas tal cual han funcionado hasta ahora es su mayor interés, y los músicos que solo quieren hacer música, sus mayores aliados, su mejor producción. La explotación de las copias es un negocio de los intermediarios. El autor obtiene un mínimo porcentaje por unidad vendida y una cifra muy cercana a cero por la reproducción de sus obras. El control y la persecución obsesiva de la llamada “piratería” responde a los intereses de las empresas que lucran con el derecho de autor, quienes aprovechan para generar un mensaje moralizante de que copiar está mal. Nuestras leyes (que son de hace casi un siglo, con muy leves modificaciones) confirman que copiar está mal, penalizando gravemente a quienes se atrevan a hacerlo. Por otra parte, la realidad nos muestra a diario que copiar es una práctica totalmente instalada y que restringirla, en rigor, atentaría por añadidura contra unos cuantos derechos fundamentales.

No tengo una respuesta clara a las contradicciones que me genera querer ser partícipe del engranaje profesional de la música y seguir siendo crítico con el copyright, pero he encontrado en la música libre varias resonancias que le dan sentido a mi forma de comprender esta profesión. Creo que copiar es bueno, y siento que si quienes estamos convencidxs de eso no generamos una masa crítica con fundamentos, prevalece todo lo otro, lo automático. Si querés conocer más de qué se trata la música libre, acá lo explicamos en detalle.

Imagen del post: «Music» por FunGi_ (Trading) con licencia CC BY-SA 2.0

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